ABC | Iñaki Ezquerra
Asistimos en esta época los españoles a un milagro del que hablarán las futuras generaciones: hemos perdido el Estado del Bienestar sin haberlo conocido nunca si no es de un modo parcial y precario. Resulta curioso que en ese lamento coincidan la izquierda política y la derecha sociológica. En lo que ya no están ambas tan de acuerdo es en el análisis de las causas que nos han traído a esta mágica pérdida de lo que jamás tuvimos. La izquierda la considera el fruto de la avidez del empresariado y de los ajustes del Gobierno para cumplir el objetivo del déficit, mientras la derecha atribuye las responsabilidades a lo contrario: al gasto social, a los planteamientos dogmáticos y al despilfarro neopaternalista de la socialdemocracia. Ni una ni otra tienen razón porque buscan los males desde el prejuicio ideológico y aquí la ideología no sirve para gran cosa.
No. No tiene razón la izquierda en echar la culpa a las medidas que se han tomado para solucionar o paliar un problema en vez de señalar al problema en sí, que era anterior a ellas y que no afecta sólo a los asalariados, a los sindicados y a los compañeros del metal, sino también a autónomos, a ejecutivos y a profesionales cualificados así como a pequeños y medianos empresarios a los que igualmente ha estado ahogando en los últimos años la falta de flujo del crédito, la interrupción del consumo y el cese de la producción. Los ajustes, los recortes, las reformas y los impuestos no son la causa de esa situación. Son su solución dramática. Por otra parte, tampoco tiene razón esa derecha que da por supuesto que nos hemos arruinado en nombre de «lo social». Aquí nos hemos arruinado en nombre de «lo feudal», que es otra cosa. El dinero que se han comido las administraciones nunca fue destinado a ayudas a las familias para promover la natalidad y evitar el vertiginoso envejecimiento de la sociedad, ni a unos subsidios decentes para los parados ni a unas pensiones dignas para los jubilados ni a una enseñanza pública de calidad para toda la población. No ha ido, en fin, adonde va el dinero en las socialdemocracias serias. Ha ido a parar sistemáticamente durante años y años a las inmersiones y normalizaciones lingüísticas programadas por los nacionalismos; a las embajadas y radiotelevisiones oficiales de éstos y de sus imitadores socialistas, populares o simplemente populistas de las demás autonomías; a las redes clientelares o a las obras faraónicas y fantasmales que glorificaran al cacique político de turno; a los primos, cuñados y sobrinos del cacique convertidos en asesores o en directivos de empresas públicas… Incluso, a poco que rasquemos en la crisis financiera, veremos detrás de ella, y como causa de ella, a esas cajas de ahorros que servían a los delirios de grandeza de cada uno de esos caudillos regionales. A poco que rasquemos, sí, hasta la misma burbuja inmobiliaria tiene en ellos, y en sus opacas recalificaciones de terrenos, los orígenes.
Es verdad que ningún Gobierno se ha atrevido a meter la tijera a la Administración, pero no que esa «renuncia» se haya hecho nunca en nombre de un Estado social que en España llegó a sus más altas cumbres con la bisutería de los cheques bebé y la Ley de dependencia sin fondos de Zapatero, las bombillas de Sebastián y los planos de los apartamentos de treinta metros de la exministra «Apretujillo». Si eso es el Estado del Bienestar, que vengan los alemanes, los suecos, los holandeses, los daneses… y que lo vean. Aquí el dinero se ha sacrificado a otros dioses –a los tribales, a los identitarios, a los étnicos y a los telúricos o a los meramente locales, regionales y feudales, como digo– que no eran los de la Justicia ni de la solidaridad ni del reparto. Nos hemos endeudado y nos seguimos endeudando para unas taifas autonómicas y unas castas burocráticas incubadas en ellas, mimadas y enquistadas, que a menudo trabajan para el socavamiento del propio Estado que les da de comer. ¿A quién sirven la mayoría de los paniaguados de esas administraciones en sus mastodónticos cuerpos legislativos, sus aparatos de propaganda mediáticos, sus policías o universidades de Cataluña o el País Vasco? ¿Para quién trabajan? ¿Para el bien común, o para una permanente y cotidiana conjura contra la legalidad? ¿Trabajan para quienes les mantenemos, o para quienes administran los tiempos de esa larga, tediosa y estéril conspiración contra España y contra nosotros?
El español medio está sacrificando, sin referéndum previo, su presente, no para garantizar la máxima calidad de vida a sus hijos y nietos, sino para subvencionar los sueños quiméricos e improbables de una Euskal Herria y una Catalunya de 2050 en las que «por fin no se hable castellano». Aquí nos estamos entrampando, no para una planificación de recursos que aminore el impacto que la globalización y los desplazamientos de industrias o mercados puedan tener en las próximas generaciones, sino para que los cónsules de unas naciones que no existen vayan a las instancias europeas a hacer el ridículo y tirar piedras a nuestro tejado. Ninguna de nuestras privaciones actuales servirán cabalmente a las previsiones de futuro para una nación que envejece, sino al proyecto absurdo y fracasado de antemano de su voladura en minúsculas naciones nonatas. Nos vamos a quedar, en fin, sin una tercera edad solvente no para salvar un Estado del Bienestar que en España no entró enteramente nunca sino para lo contrario: para salvar, proteger y consagrar este estado del malestar del que España no sabe salir.
No sé si estamos ante un cambio de paradigma. Lo que sé es que, para llegar al agotamiento de todos nuestros recursos y al finiquito, por quiebra técnica, de ese Estado –llamémosle con precisión– del «Medioestar» que hemos conocido y que casi se ha limitado a la cobertura sanitaria universal, habría mucho aún por recortar en nuestro Estado de las Autonomías y queda un trecho muy largo del que no hemos recorrido ni un centímetro. Tres son los obstáculos que se le presentan al actual Gobierno para iniciar esa tarea. El primero es el reto soberanista que en estos días explicita Mas y amaga Urkullu. Antes que avanzar en la secesión, el objetivo de ambos es evitar el retroceso, blindarse y disuadir a Rajoy de encarar la reforma que tiene pendiente y que consistiría en cerrarles el grifo. El segundo obstáculo es que tampoco cuenta para ello Rajoy con la lealtad de Rubalcaba. Mas lejos de ese vaporoso federalismo que los socialistas se han sacado de la manga táctica, la izquierda en general, cuando levanta acta de defunción de ese bienestar que se nos va sin catarlo, incluye como parte de él a esas mismas administraciones descentralizadas que constituyen su antítesis. Y así, al valorar los Presupuestos Generales del Estado para el 2014, mete en el mismo saco de las lamentaciones la poda a las pensiones y a la financiación autonómica. El tercer obstáculo con el que se topa el partido gobernante es que sus barones reaccionan con un victimismo local paralelo al nacionalista ante el agravio comparativo que sus comunidades perciben frente a las llamadas «históricas». Esos tres obstáculos tejen en torno al huésped de La Moncloa una red infernal que compromete seriamente su movilidad y que sólo un milagro puede romper. Se habla hoy de brotes verdes reales en el paisaje de la crisis. Sean bienvenidos, pero el mayor milagro de todos, el verdadero milagro español sería salir de ésta sin tocarle un pelo al chiringuito autonómico.
Iñaki Ezquerra, escritor.